NOS MERECEMOS CUIDARNOS

A menudo en mi consulta escucho comentarios del tipo “nadie en mi familia sabe que vengo al psicólogo, pensarían que estoy loco”, o “mis amigos no saben que estoy en terapia, creerían que soy una persona inestable o débil”.

¿Qué tipo de personas vienen al psicólogo? La realidad es que la mayoría de ellas son personas corrientes tratando con problemas corrientes y del día a día: trabajando en su autoestima, adaptándose a los cambios de la vida, personas que se encuentran atravesando un duelo, trabajando para mejorar sus relaciones, procesando el enfado, etc. Al contrario de la idea imperante en la sociedad, la persona que viene a terapia es indicativo de una persona con madurez emocional, con capacidad de percibir sus dificultades y con el convencimiento de que un profesional especializado le va a poder ayudar.
Para explicar mejor esto que os comento, os voy a exponer un caso ficticio de un paciente también ficticio, pero que podría ser real, ya que ésta, por ejemplo, es una problemática que se atiende muchas veces en la consulta:

Iñaki llegó a la consulta con síntomas de una elevada ansiedad y depresión, aunque en palabras de él solamente se encontraba algo nervioso debido al stress del trabajo y a constantes conflictos con su pareja, que le planteó pedir ayuda ya que “no le veía bien” pero que él era consciente de no tener ningún problema.

Después de las primeras sesiones en las que pudimos hablar, pudo reestructurar las viejas creencias internas que tenía mal entendidas de lo que significaba venir a terapia, y con el desahogo y curiosidad que esta experiencia le provocó, poco a poco empezó a confiar y a sentirse cómodo en este espacio de relación que es la terapia. Así, por primera vez, empezó a poner en palabras lo que le pasaba y lo que sentía. Por primera vez se permitía expresarse, escucharse y dejarse sentir, conectando con lo más profundo de su ser. Pudo conectar con sentimientos de dolor, soledad, desilusión y mucha tristeza. Finalmente, su mujer, después de 20 años de convivencia, le había pedido el divorcio. Ya no aguantaba más, estaba harta de su estado de ánimo irritable, sus escasas aptitudes para ascender en el trabajo, de su incapacidad para relacionarse socialmente, y un largo etcétera. Iñaki había quedado devastado, no comprendía cómo habían podido llegar a esa situación.

A medida que trabajábamos en las sesiones e Iñaki conseguía mayor consciencia de sus más profundas sensaciones, recordó que, aunque él lo había intentado ignorar, ella siempre le había advertido que si él no cambiaba su relación se rompería. Había vivido atenazado por ese temor e hizo todo lo posible para que no ocurriera, aunque finalmente no lo consiguió, acabando por desatarse así su gran miedo: su miedo a la soledad y a sentirse incapaz para continuar con su vida sin el apoyo de ella.

Mientras hacíamos el repaso de su historia personal recorriendo vivencias, experiencias, sentimientos tanto de su pasado como de su momento actual, logró conectar con cierto rasgo suyo que se repetía en todas las relaciones: la dependencia emocional. Esta dependencia le llevaba a atender y cubrir las necesidades de los demás anteponiéndolas a las suyas propias.

Este darse cuenta le sirvió para reflexionar sobre cómo se había colocado en la relación con su ex pareja: fiel a su patrón de comportamiento había intentado cuidar de ella, atenderla y tomarla en consideración, priorizando sus necesidades, su criterio, opinión y deseos. Hizo todo lo posible para que ella se sintiera tranquila, satisfecha y contenta porque de esta manera también él, como si de un contagio se tratara, se sentiría tranquilo consigo mismo. No se daba cuenta de que se trataba de una tranquilidad ficticia, una especie de tranquilidad ilusoria que reprimía las emociones que él sentía y que por tanto no las llegaba a identificar y por consiguiente mucho menos legitimar.

Ahora que empezaba a poner conciencia en sí mismo, calló en la cuenta de que apenas había dirigido la mirada a su interior. Ella había sido siempre el faro al que mirar. Sin embargo, ahora que había aprendido a volverse a sí mismo, se pudo finalmente preguntar: “¿cómo me siento realmente en la relación?” “¿soy feliz?” y su sorprendente respuesta fue que se sentía continuamente cuestionado, inseguro, juzgado, infeliz y agotado. Se sentía exhausto de todo el esfuerzo realizado en complacerla a ella y triste porque en el cuidado a ella se había descuidado él.

A partir de aquí el proceso de terapia de Iñaki dio un giro de 180 grados. Por primera vez salía al rescate de sí mismo y a cuidar de él para convertirse en su mejor apoyo en vez de alguien necesitado de apoyo continuo. Cuidar de sí mismo supuso conectar con los aspectos más carenciales suyos donde esperaba que el otro le diera la seguridad y la valoración que él no se podía dar a sí mismo. Sanar este apetito voraz por el afecto y la aprobación del otro ayudó a Iñaki a transitar de un apoyo externo a un auto apoyo y a ser así más autónomo emocionalmente. Finalmente había aprendido que todo empieza por responsabilizarse uno consigo mismo: atender y cuidarse uno mismo para después cuidar de los demás.

En mi consulta también escucho comentarios del tipo “si la gente supiera lo que en realidad supone hacer terapia nadie querría perdérsela” o “la terapia me sirve para abrir perspectiva y poner luz donde antes no veía” e incluso “es la cosa más importante que he hecho en mi vida”.

No tengamos miedo pues a mejorar nuestra vida
mequiero