Algunos de los rasgos personales que más se persiguen y se admiran tienen que ver con la autosuficiencia y la no dependencia, esto es, tienen que ver con demostrarnos que somos perfectamente capaces de autoabastecernos con lo que necesitamos. Esto es real en cierta medida, ya que, como adultos que somos, contamos ya con recursos que nos ayudan a conseguir ese fin. Pero tan real es también que el ser humano somos la especie más dependiente que hay sobre la faz de la Tierra. Nacemos todavía sin madurar del todo y muy dependientes del adulto. La crianza se alarga unos años donde el niño/a va creciendo y construyéndose gracias al apoyo y la ayuda de los adultos de su entorno. La ayuda, por lo tanto, es básica para que el niño/a crezca pero así también seguirá siendo necesaria a lo largo de toda nuestra vida, ya que aunque no necesitemos a alguien que nos sostenga los brazos para caminar, como seres sociales que somos, necesitamos los unos de los otros para poder avanzar y aprender a lo largo de nuestra vida.
El hecho de necesitar a los demás nos coloca en una posición de dependencia y aunque el término dependencia, en la vida adulta, esté considerada como síntoma de inmadurez, hay que saber distinguir entre dependencia sana y dependencia malsana. La dependencia malsana es aquella en la que la persona deja su voluntad y su conducta en manos de una tercera y espera que ésta se responsabilice de ella.
La dependencia sana, en cambio, significa saber que no somos omnipotentes, que no somos autosuficientes y somos vulnerables, pero al mismo tiempo saber que contamos con la capacidad de hacernos cargo de nosotros mismos, permitiéndonos pedir ayuda y apoyarnos en los demás, para poco a poco ir apoyándonos en nosotros mismos. Esto es, transitar de un apoyo externo al auto apoyo. La autonomía pues, sólo se alcanza a través de dosis adecuadas de apoyo. No obstante, lo que normalmente ocurre es que a medida que vamos creciendo, empezamos a ser más reticentes a pedir apoyo o pedirle a alguien que nos ayude. Existe la falsa creencia generalizada de que pedir ayuda es una actitud que muestra debilidad, dependencia o hasta ignorancia. Percibimos que pedir ayuda nos resta valía, “si pido ayuda ya como que no vale” y creemos que significa que solos no lo podemos hacer. Sin embargo, como adelantaba anteriormente, esta creencia no es cierta, ya que NO PODER HACERLO SOLO, NO SIGNIFICA NO PODER. En todo caso significa que en este momento la persona no cuenta con los recursos y herramientas necesarias para llevarlo a cabo por sí sola, lo que no quiere decir que tenga que ser así siempre.
Esta distorsión tiene relación con que muchas veces damos más valor a la ayuda de la que realmente representa, esto es, muchas veces otorgamos el mérito a la ayuda recibida o al ayudador pero no a la persona que ha hecho el esfuerzo y ha adquirido y aplicado una serie de capacidades para lograr ese fin.
Pongamos, como ejemplo, el caso de una persona que pide ayuda para superar una depresión. Puede atribuir al terapeuta el mérito de su logro, olvidando que es ella, en última instancia, la que gestiona correctamente esa ayuda en su vida diaria -recordando y aplicando de una manera adecuada todo lo trabajado en terapia-: respetar su tristeza, permitirse expresar su malestar, tratarse de forma cuidadosa, apoyarse en sus capacidades, conocer sus deseos, incorporar y poner en práctica los nuevos aprendizajes, etc.
La ayuda pues es el medio para conseguir un avance y la persona, el sujeto responsable de su consecución.